Mis dedos golpeaban sin cesar el teclado de la computadora, era una
carrera desenfrenada por terminar ese encargo de última hora.
La oficina casi en su totalidad permanecía en penumbra, a no ser por la
tenue luz de mi monitor que de forma casi ofensiva luchaba en contra del sueño
que poco a poco me vencía.
Sin darme cuenta, mi cabeza cayó lentamente sobre el escritorio, el
sueño llegó y poco a poco me fui internando en un mundo de imágenes extrañas,
lugares increíbles y personas curiosas; todo era posible ahí, incluso el
perderme en un campo de tranquilidad absoluta.
Y ahí, ahí estaba yo, en medio de ese hermoso lugar donde no se
escuchaba algún sonido, donde no se veía algo más que mi sombra reflejada en el
pasto.
Todo era relajado, sólo yo y mis pensamientos; y de pronto, a mi espalda
algo nuevo apareció, una ventana, un objeto raro para aquel lugar, pero
familiar para mí.
Sí, era la misma ventana por la que en las mañanas se asomaba la imagen
imponente de los volcanes y el sol naciente de la inquietante ciudad en la que
habito.
Pero ahora no hay volcanes, sólo oscuridad y el viento que se escurre
por una rendija de la ventana, su lamento penetra los pensamientos más fuertes,
viola y mancilla la tranquilidad del campo donde me encuentro
El sonido cada vez se hace más fuerte, estremece cada parte de mi
cuerpo, siento frío, me percato que ya no estoy en el campo aquel, soy
consciente de mi humanidad, de mi mortalidad, no hay luz, sólo oscuridad, a lo
lejos escucho voces, muchas voces y el sonido del viento.
Me observo desde lo alto, sigo en el escritorio y a mi alrededor mis
compañeros, todos hablando de mí, el viento sigue soplando y yo, estoy aquí y
ahí; no entiendo, ya no siento frío, ya no siento algo.
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